Nuestras citas en el cementerio de Brompton
Este relato de ficción nació en 2020, pero lo he vuelto a reescribir en este 2025. Espero que os guste el paseo por Brompton Cementery, en Londres.
Nadie en su sano juicio reconocería que su lugar favorito es un cementerio, pero cuando me mudé al barrio de Fulham, en Londres, Brompton Cemetery se convirtió en mi rincón preferido.
Después de varios años viviendo en la capital inglesa, una ya empieza a no ver de la misma manera esas maravillas iniciales de una ciudad que puede ser tan fascinante cuando brilla el sol, como la más puta del continente el resto del tiempo; y no precisamente de las que cobran barato.
Como esos amores que lo trastocan todo cuando llegan, pero nunca se quedan, Londres se ofrece sin reservas de primeras.
Cuando una llega a la ciudad lo hace con ojos de chiquilla embelesada, como esas que se enamoran a primera vista en un momento, sin pensar en las consecuencias. Londres primero seduce con lo obvio; las casas victorianas en las que, desde fuera, una se imagina a través de sus grandes ventanales historias de amor, de guerra; esos mercados de comida de países que te hacen viajar con los ojos cerrados, ropa antigua y flores en los que se pasea sin dinero en los bolsillos, pero se huelen las ilusiones propias y ajenas.
Londres es de esos amores que, sin pensárselo dos veces, te muestra todo lo que podrías llegar a ser en una ciudad que presume de tenerlo todo y no juzgar. Sin embargo, poco después comienza a hacerte el vacío y te somete, casi sin darte cuenta, a una rutina gris, húmeda e interminable.
Como en toda relación, hasta que una nota que ese no es el camino, pasa un tiempo, y durante ese tiempo una pasea por esas calles londinenses que te atrapan aunque no quieras. Esa melancolía inglesa, tan elegante, te transporta a épocas mejores como si ya no recordase que por ahí han pesado más las pérdidas y los deseos no cumplidos que las ilusiones conseguidas.
Caminar Londres es meterse en las novelas de Virginia Woolf, o en las de Jane Austen, con el alma envuelta en niebla.
Mi barrio, Fulham olía, en realidad, a hooligans los domingos, pero también a pan y croissants por las mañanas y a lluvia casi todo el día. Aunque no era capaz de pronunciar bien muchas de sus calles, mis pasos enseguida las recorrieron con familiaridad; y fue allí, en el cementerio de Brompton, donde disfruté de las mejores citas de mi vida.
Se convirtió en un refugio en medio de todo eso, en medio de mi propio desencanto londinense. Me ofreció un silencio imposible de encontrar entre el latido constante de los autobuses por la calle, y me sorprendió por ser tan distinto al resto de cementerios que había visitado.
Brompton Cemetery estaba —y continúa allí— a la espalda del famoso estadio del club de fútbol del Chelsea. Yo vivía solo a unas cuantas calles de distancia, y me gustaba dar paseos por la zona, sin destino fijo, descubriendo el área que tanta historia rezumaba para una aficionada como yo a la literatura británica de época.
Una tarde de domingo del mes de julio, harta de no poder salir de mi habitación y con algo de morriña por estar lejos de casa, decidí aprovechar el descanso de la lluvia para airear mi mente.
La nostalgia del expatriado me llevó a aquel cementerio. Yo, que soy supersticiosa por naturaleza y creo que cualquier espíritu puede quedarse a habitar en mí si me descuido un poco, fue allí donde, extrañamente, me sentí en paz, acompañada por unas almas en silencio que nada tenían que ver con las voces inglesas en el pub after work.
Descubrí allí por qué los camposantos británicos tienden una invitación a pasearlos, ofreciendo calma en medio de una Londres caótica que acoge a otros tantos millones de almas por sus calles y edificios de la City.
Un día, después de pasear sin rumbo por las largas avenidas rodeadas de tumbas y vagabundear por entre los árboles que oxigenan a los más de 200.000 habitantes históricos de aquella otra ciudad bajo tierra, me senté en las escaleras del mausoleo de un tal James McDonald, fallecido en 1915.
Llevaba allí unos diez o quince minutos con la libreta en mis rodillas cuando, absorta yo esperando la visita de la musa de mi creatividad, apareció por mi izquierda una persona con una gran sonrisa en la cara.
Se presentó con amabilidad y, sin preguntar, se sentó junto a mí. Quería saber qué escribía. Una pregunta que yo misma me preguntaba antes de su interrupción, pues llevaba semanas sin poder escribir, ausente, sin nada que sacar de mí. Entonces pensé que cualquier charla con alguien desconocido podría brindarme la oportunidad de inventar historias ajenas con mayores dosis de emoción que las de mi propia vida en aquellos momentos.
Me contó que se llamaba James, pero no me dijo su apellido y yo solo deseé que no fuera McDonald. Quiso saber cómo estaba, qué hacía en Londres y, en concreto, cuál era mi objetivo en la vida. Sin embargo, no tenía la respuestas a esa última cuestión que yo misma llevaba seis meses haciéndome cada día.
Sus ganas de charlar eran obvias hasta para alguien que no entendiera del todo el idioma. Por suerte no era mi caso, y hablamos más de una hora como quienes sienten haber perdido demasiado tiempo ya por no conocerse antes.
James me contó, en su exquisito acento inglés, banalidades de su vida, pero sobre todo historias y leyendas urbanas del cementerio, del barrio y de Londres. A mí me parecieron todas fábulas escritas de viva voz en ese mismo momento para que yo las escuchara, como si fuera el mejor cuentacuentos del país dispuesto a enseñarme cómo hacerlo. Lo imaginé como un narrador desconocido que había acumulado esas historias durante sus años de vida en silencio para contármelas en exclusiva.
Al despedirnos, me dijo que hacía mucho tiempo que no conversaba con alguien como yo, una chica española y joven con ganas de escuchar. Mirándome fijamente a los ojos y dibujando una sonrisa tímida en los labios de viejo, me pareció tan despreocupado de la presión social habitual de tener que cumplir las expectativas de quien está enfrente que aún hoy le envidio por ello.
En aquella primera despedida intercambiamos nuestros teléfonos y, cada dos o tres domingos, siempre y cuando el tiempo lo permitía, paseábamos charlando por Brompton Cemetery. Yo siempre agarrada a su brazo, rompiendo todas las distancias de las amistades inglesas, y él con su mano levitando con respeto por mi brazo.
Unos meses después de aquella primera cita, decidí volver a España y, a pesar de mis continuas escapadas a Londres, no volvimos a vernos más. Nos escribimos, eso sí, largas y sinceras cartas donde desahogábamos hasta el último aliento del día a día, de lo que nunca fue en su vida y de lo que podría ser la mía.
Aunque intuía su edad, nunca imaginé que la carta con su última palabra podía llegar en cualquier momento. Lo hizo casi seis años después de nuestro primer domingo juntos. En aquel sobre, el nombre del remitente había cambiado, pero el apellido permanecía. Fue su hija quien la envió.
Encontró nuestras cartas en el cajón de la habitación de la residencia en la que James vivía. En su escueto mensaje escrito con letra fría admitió no reconocer al hombre de la correspondencia que durante cinco años intercambié con él. Leí entrelíneas que sentía celos de que todas aquellas historias hubieran sido desconocidas para ella y compartidas conmigo, una extraña española.
Brompton Cemetery me enseñó que hay consuelo entre los muertos, pese al olvido, y que incluso lo más hostil puede volverse hogar si se lo mira con suficiente atención.
A veces me pregunto si James existió de verdad o si fue mi forma de llenar un vacío que ni Londres ni sus cementerios podían sanar.
Aún hoy, cuando todo se vuelve demasiado ruidoso en Madrid, cierro los ojos y vuelvo allí, al silencio. Al banco frente al mausoleo de aquel tal James McDonald.
A ese lugar donde los muertos me enseñaron a escuchar. Y a crear historias que, como algunas almas, llegan para quedarse, aunque nunca las vuelvas a ver y solo queden los paseos en la memoria.
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Me encanta cómo le das vida a James, creas tensión narrativa y haces que un Londres moderno acaricie lo extraño, lo insólito y se pasee por lo gótico. Poe estaría encantado.
Me fascinó la atmósfera melancólica y elegante del texto. Tiene un aire de nostalgia que te abraza, tan bien logrado. No sé si la historia de James es real o es una licencia poética que expone cómo es que en, un lugar que se podría considerar como algo lúgubre, puede encontrarse consuelo tal que se ha quedado con una parte de ti misma como escritora. No saberlo es encantador 💌