Por el amor de Dios —final—
Ésta es la segunda parte de un relato erótico que presenté al I Certamen de Narrativa Erótica “La mort subite” —y que no resultó seleccionado—. AVISO: No es apto para creyentes. ¡Feliz Semana Santa!😅
Lee la primera parte si aún no la has leído:
Un par de noches más tarde de la segunda aparición del arcángel Gabriel, cuando José y yo nos desvestíamos con timidez cada uno a un lado de nuestro lecho, le dije sin más:
—José, ¿tú quieres ser padre? —No quería andarme con rodeos, a un mes de nuestra noche de bodas había pasado ya suficiente tiempo como para hacer la vista gorda.
—¿Yo? —preguntó sorprendido. —Sí, claro, para eso nos hemos casado ¿no? —«Demasiadas preguntas y mucha inseguridad por su parte», me dije. Aun así le contesté con cariño, evitando que mis propios nervios mostrasen mi nerviosismo real.
—Nos casamos porque nuestras familias pensaron que haríamos una bonita familia y perpetuaríamos nuestras sangres; pero yo también pensaba que entre tú y yo podría nacer un amor más allá del impuesto de antemano. Eres mi marido, yo soy tu mujer, José. Quiero que nos descubramos, que descubramos nuestros cuerpos y disfrutemos de nuestra juventud, creemos un amor entre nosotros mientras Dios nos bendice con la presencia de un hijo.
José no añadió nada. De hecho, noté cómo mientras yo hablaba él desviaba la mirada hacia otro lado, evitando mirar a la mujer con la que había contraído matrimonio y a la que quería ver como una santa por encima de una esposa con la que pudiera crear una familia, ser feliz y mantener relaciones conyugales de calidad.
Aquella noche no tuve que pedirle que no compartiera lecho conmigo. Él mismo se quedó fuera del cuarto y se tumbó junto a la chimenea con unas mantas que le sirvieron de cama. Yo, aunque enfadada, decidí llevar la situación al límite y tentar a la suerte —y a él a través de mis sonoros gemidos —.
Me metí en la cama desnuda. El simple roce de la sábana cubriéndome el cuerpo me hizo estremecer. Una parte de mi mente no podía pensar en nada más que no fuera dar rienda suelta a estas ganas de descubrir mi cuerpo, ese deseo que se había despertado en mí. La otra, sin embargo, me criticaba sin cesar a cada movimiento que hacía. Me llamaba sucia e impura a la cara por no encerrar esta sed sexual. Y así, entre juicios y fantasías, hallé plenitud dentro de mí, sin nadie más, siendo mía, de mí para mí. Encontré allí tendida sola en aquel triste lecho marital sin estrenar que una mujer es en sí un mundo por conquistar, con montes y valles por todo su cuerpo, con ríos y afluentes que fluyen de arriba a abajo. Detecté fuego entre mis piernas, y un deseo ardiente de que todo mi ser saliera por ahí. Así sucedió aquella primera vez, y muchas otras en los días sucesivos.
Días en los que cada vez era más capaz de acallar una de mis voces interiores, aquélla que me criticaba y juzgaba, y daba la razón a José, quien lejos de quedarse callado como la noche en la que le expresé mis deseos, se fue creciendo dentro de casa y recriminando mi actitud entre las sábanas conmigo misma. Fuera, sin embargo, se hacía pasar por el marido perfecto, cariñoso y lleno de amor que también yo había pensado que era.
Seguía sin ser capaz de tocarme un pelo. Pero yo no lo necesitaba. Cada amanecer, cuando él salía a por madera y a trabajar, yo dejaba los ojos cerrados bien fuerte y deseaba que, al abrirlos, Gabriel estuviera de nuevo de cuerpo presente en aquella silla. Hasta que una mañana mis deseos se vieron cumplidos. Todos.
Cuando desperté, el arcángel Gabriel estaba allí. A diferencia de las otras ocasiones, en las que permanecía tranquilo pero manteniendo la distancia en su actitud y físicamente, esta vez estaba sentado a mi lado, en la cama que José había dejado vacía. Yo no me asusté. No es que esperase su visita, pero el anhelarla hizo que mi sorpresa pasara a un segundo plano y dejando que la María que tanto había imaginado un encuentro con Gabriel tomara el mando.
—Hola Gabriel, tu presencia me llena de gozo, y espero que pronto también de satisfacción —dije sin pensármelo. En estas semanas ya había descubierto que la vergüenza presente solo nos lleva al arrepentimiento futuro, y ese es un camino que no quería tomar en mi vida.
—María, te dije que no temieras porque habías hallado gracia delante de Dios. —Yo no atendía a palabras. Mi cuerpo ardía de deseo y solo quería agarrar su cuerpo y ponerlo sobre el mío.
—Gabriel, ¿de qué gracia me hablas? ¿Qué quiere Dios de mí? Lo que sea que quiera, aquí estoy, pero que no me pida seguir así, vacía por dentro, sin abrir mi cuerpo a la vida y al placer, solo destinado a engendrar un hijo de un hombre que no me da nada, ni cariño, ni conversación, ni acalla mis deseos. Dime, Gabriel, que tú serás quien manda Dios para todo eso. —Y deseé que su respuesta fuera afirmativa.
El arcángel me acarició la cara con las yemas de sus dedos, se levantó lentamente pero decidido y sin desviar su mirada de mis ojos se quitó las alas. Las dejó con cuidado en la silla, aquella silla que José había tallado y él había usado para sus visitas anteriores. Estaba a punto de tomar un protagonismo que, ni por todo el oro del mundo, mi marido ni yo hubiéramos adivinado cuál sería.
Como si alguien estuviera dirigiendo mis actos —además de mis instintos—, me levanté de la cama con decisión y me quité el camisón frente a Gabriel, sin dejar de mirarnos. Él no se quitó la única prenda que llevaba abajo, para tapar sus partes íntimas. Entonces me dijo:
—María, Dios me dio vida como mensajero sagrado y símbolo de la pureza. Me dio alas para volar y anunciar hechos importantes a aquéllos llamados a tener un papel en la historia del Señor; pero cuando te vi, supe que estaba destinado a romper mi juramento y hacerte una mujer. El Espíritu Santo está ahora en mí. Yo mismo te descubriré la gracia de Dios, y engendraremos juntos el hijo que tu marido no quiere darte. —Me tendió la mano, tiró de ella hacia sí, y nos besamos.
Nos besamos como si llevásemos toda la vida esperando ese momento. Como si de verdad hubiéramos estado destinados a unir nuestras bocas desde el mismo momento en el que nacimos. Como si nuestras lenguas solo hablasen un idioma, y nadie más lo pudiera entender. Por un segundo, entre esa vorágine de sentimientos y pensamientos inundando mi mente, me entristecí. Sentí que, hasta ese preciso momento en el que sus labios y los míos se fundieron en unos, mi vida había estado vacía y yo no hubiera vivido nada hasta ese instante. Mi interior había estado muerto hasta entonces.
Pero fue entonces cuando, como si pudiera leer mis pensamientos, Gabriel me agarró la cara con sus grandes manos y me dijo:
—Yo te daré mucho más que el hijo que estás destinada a tener, María. Yo te daré tu propia salvación y libertad. —Me besó, alejando así cualquier pensamiento o sentimiento que no fuera un deseo ardiente de hacerme suya, de hacerle mío, de ser uno.
Me cogió las manos sin dejar de besarme y las posó sobre su pecho. Su torso era blanco inmaculado, brillaba como solo un arcángel puede hacerlo. Incluso con los ojos cerrados y sintiendo su lengua entremezclándose con la mía, el reflejo de su luz iluminaba la oscuridad de mi vista. Aquella luz era como estar en un paraíso, solos los dos de cuerpo presente. Él agarró mi cintura y me atrajo contra sí. Fue entonces cuando noté al Espíritu Santo que había crecido en su interior, y entendí que sería él mismo quien me haría mujer y me daría un hijo, tal y como Gabriel había vaticinado.
Mi mente seguía hablándome, en ocasiones incluso criticando mis actos, llamándome de todo. Aquella voz interior era incansable. Sin embargo, el resto de mi cuerpo tenía vida propia y, por suerte, no parecía tener los oídos activos. La voz solo se oía en mi cabeza; y cuanto más dejaba que mi cuerpo tomase el control de aquel momento, más de fondo oía los juicios de aquella voz maligna en mi interior.
Gabriel separó su boca de la mía, me miró fijamente sonriendo como solo un arcángel creado por Dios puede sonreír, y se quitó la especie de pololos por encima de la rodilla que le tapaban la virilidad y le cubrían unos cuádriceps divinos. Yo nunca había visto el cuerpo desnudo de un hombre al completo, porque en el tiempo que José llevaba siendo mi marido todavía no se había mostrado como vino al mundo a pesar de haber notado una tercera presencia en una ocasión.
Atónita y sin disimular, admiré la grandeza del que la Historia llamaría más tarde “Hombre de Dios” y mensajero sagrado. Aquel ángel con alas de quita y pon que le permitían volar —y hacer volar sin ellas— sería conocido por la cultura cristiana como un símbolo de la pureza, precisamente por la anunciación de un hijo mío que estaba destinado a ser el Señor, Hijo de Dios y Salvador. Lo que la Historia se quedó sin saber es que ese arcángel fue precisamente mi salvador, y fruto de su pasión y la mía llegó nueve meses más tarde Jesús. Fue, en efecto, el Espíritu Santo —llamado así como tantos tabúes que seguirían a lo largo de la historia tapando los deseos carnales de otras Marías— quien visitó mi interior para llenarme de gloria.
Aquel día yo descubrí que se podía apagar aquella hoguera interior que ardía en mi interior y dar vida a través de ese fuego a un ser único, destinado a salvar el mundo.
Gabriel me penetró en la cama que compartía con José, y en la silla que él había construído con sus propias manos. Aquel Espíritu Santo tenía la fuerza de la que hablan los libros: una “fuerza divina”, y con toda ella, cargada de sabiduría, belleza, amor y bondad, Gabriel me trajo su mensaje y lo depositó dentro de mí.
En un primer momento me dejé hacer, o más bien, no supe qué hacer. Ambos, desnudos, nos tumbamos en la cama de lado y Gabriel me atrajo hacia sí. Nos besamos sin parar, mientras él recorría mis caderas con sus manos, agarrándome como si tuviera garras, y dándome vía libre para que yo hiciera lo mismo. Puse una mano sobre su hombro, que casi no me cabía en ella, y entonces supe que no había vuelta atrás… Como si de repente me hubiera convertido en una leona, clavé mis uñas en su espalda y le agarré fuerte, atrayéndolo hacia mí. Noté entonces al Espíritu Santo, e instintivamente lo tomé como si fuera mío y no fuera a ser de nadie más nunca. No sabía si aquella sería la única vez que lo tendría delante, tenía que conocerlo, sentirlo. Y eso hice.
Sin saber qué hacía —pero sabiéndolo al instante—, lo acaricié primero como quien se acerca a un animal salvaje que no sabe cómo va a reaccionar. No mordía, así que seguí acariciándolo mientras Gabriel dejó escapar varios gemidos, haciéndome saber que aquel animal no iba sino a darme todo el placer que quisiera, no a atacarme. Enseguida quise sentirlo dentro y me puse encima de él. Tras cabalgar sobre él y dejarme llevar, coreografiada debajo por él que se acompasaba a mis caderas, Gabriel se levantó conmigo encima y se sentó en la silla de José.
« Qué osadía», pensó de nuevo la voz de mi interior.
Obra maestra 🙌🏻