Por el amor de Dios —primera parte—
Ésta es la primera parte de un relato erótico que presenté al I Certamen de Narrativa Erótica “La mort subite” —y que no resultó seleccionado—. AVISO: No es apto para creyentes. ¡Feliz Semana Santa!😅
Aquella mañana me desperté sobresaltada en mi lecho. Me incorporé todavía con el susto en el cuerpo y de repente lo vi. Estaba sentado en la silla que José había terminado hacía tan solo unos días. Mi marido, aunque todavía no me había desposado oficialmente, era un buen carpintero y mejor hombre, pero le faltaba valentía y le sobraban prejuicios.
Se había propuesto tallar las mejores sillas para rodear la gran mesa de madera que había heredado de sus padres y gobernaba el centro de nuestra pequeña sala, a la espera de poder celebrar algún hecho importante como la llegada de un hijo fruto de nuestro amor. Sin embargo, en las dos semanas que llevábamos como recién casados en aquella humilde morada de Nazaret, sólo había tallado una silla que nos acompañaba en la habitación y no había sido capaz de tocarme más que la mano y el cabello. Este lo había acariciado con una suavidad casi infantil en un par de ocasiones, digna de quien no sabe que hay muchas otras formas de tocar y agarrar la cabeza de una mujer.
En aquella silla junto a la cama estaba sentado el arcángel Gabriel mientras yo dormía. Al posar sus grandes alas sentí un fuerte soplo de viento recorriendo todo mi cuerpo. Fue entonces cuando me había despertado sobresaltada. Entonces vi, rebosante de alegría y con una luz radiante alrededor, al hermoso arcángel. Tenía el torso descubierto, musculado y marcado por lo que muchos otros sólo consiguen en el campo o a base de fuerza trabajando con un hacha en la mano. Él, sin embargo, no tenía ni que hacer el esfuerzo de caminar ni de posar sus pies en el suelo si no quería. Aquellas blancas alas le hacían levitar. Así mismo me sentí yo al verle en aquel despertar. Creí estar en un sueño.
— Tranquila —dijo con la armoniosa voz que acompañaba a su perfecta figura. —No te asustes, María. Soy el arcángel Gabriel, he venido para avisarte de que el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Yo, turbada a partes iguales por no poder quitar los ojos de aquel cuerpo esculpido por los dioses y por lo que acababa de escuchar, no pude articular palabra. Fue él, de nuevo, quien habló para despedirse.
—¡Salve, muy favorecida! El Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres, María. Hasta pronto —dijo levitando. Un halo de luz le guió hasta la ventana abierta de la habitación. Ventana que yo había dejado cerrada la noche anterior.
No me dio tiempo a decir adiós, pero sentí que mi boca estaba abierta y la garganta seca.
Unos segundos después, creyéndome repuesta de aquella sorprendente visita, noté sin embargo algo dentro de mí que nunca antes había sentido. Una extraña sensación latía con vida propia en la parte interna de mis piernas. La temperatura de mi cuerpo, que minutos antes con la presencia del arcángel Gabriel era fría por el sobresalto con el que me había sacado de mis sueños, en cuestión de segundos había aumentado como cuando tras echar leña al fuego este comienza a arder con fuerza, creando una candela luminosa a alta temperatura.
De manera inconsciente pero sabiendo lo que hacía —aunque nunca lo hubiera hecho—, mis manos se deslizaron por dentro de mi camisón, subiéndolo por encima de mis pechos. Solo el roce de mis propios dedos me hizo, por primera vez en mi vida, estremecerme. Sentí una energía eléctrica recorriendo mi interior, como si no fueran mis manos, imaginándome las del arcángel que acababa de visitarme. Pensé que había sido un sueño, que no era real. No podía serlo; pero lo que sí era real era este nuevo sentimiento que estaba naciendo dentro de mi: de deseo.
Cerré los ojos, y pensé en el esculpido torso del arcángel Gabriel. Tan solo había visto a dos hombres antes con el pecho descubierto: uno era mi padre y otro mi marido. No había tocado a ninguno de los dos, pero ni el recuerdo difuso de uno ni la imagen clara del otro me incitaron lo que la aparición de aquel arcángel.
En la soledad de mi propio lecho me ruboricé por haber apartado el claro recuerdo de mi marido sin su habitual blusón, del que solía desprenderse cuando estaba en la carpintería. A veces yo le sorprendía con una visita fugaz y entonces él rápidamente se vestía de nuevo para no faltarme el respeto, como si fuéramos dos desconocidos. Recordé entonces que, en realidad, lo seguíamos siendo, incapaces de haber creado todavía un momento de intimidad que permitiera a nuestros jóvenes cuerpos darse la bienvenida.
Volví a pensar en Gabriel, ya no como un arcángel del cielo sino como un hombre terrenal que llegaba a mi puerta para descubrirme un nuevo mundo de sensaciones aunque ni siquiera me hubiera rozado. Sentí una ligera sensación de hormigueo y volví a prestar atención a mi propio cuerpo. Mis pezones se habían encendido sin previo aviso, como dos llamas de fuego incandescente al unirse con dos gotas de alcohol. «Perdóname, perdóname, José», pensé, sintiéndome sucia por tener estos deseos ardientes sin que fueran por él, con él, hacia él. Había sido un ser angelical en cuerpo de hombre perfecto —o quizá sólo hubiera sido un sueño— quien había levantado en mí una pasión desconocida en mis entrañas, mucho menos en mi cuerpo.
Por primera vez me acaricié los pechos con las dos manos. Tenía los ojos cerrados. Era como sentir las manos de otra persona dentro de las mías, pasando yo a ser solo una autómata que las movía al antojo de alguien más. «Ojalá fueran las de Gabriel», susurré muy bajito; imaginándome que eran las suyas. Unas manos fuertes y grandes, curtidas por no sabía muy bien qué era lo que hacían los arcángeles del cielo, pero en mi mente aquel ser divino levantaba con su mirada mujeres del suelo y las elevaba hasta el edén en sus brazos. Así me sentía yo tras su fugaz visita, deseando que volviera pronto a traerme otro mensaje o, simplemente, a que me llevase con él donde fuera.
Me agarré los pechos y una necesidad violenta de continuar hasta el final me arrebató el sentido. «Pero ¿qué es esto que siento?», me pregunté sin poder controlar aquella voz que hablaba en mi interior: «Sigue», decía. Y yo solo podía pensar en aquel hombre, en su cuerpo y sus manos, sus dedos largos y vigorosos rozando con suavidad mis pezones, mientras susurraba mi nombre en mi oreja: «No te asustes, María». Pero me asusté. Me asustaba no poder parar aquella fuerza que recorría mi interior como un caballo desbocado, sin tener ningún control sobre mis propios movimientos.
Las yemas de mis dedos —las de Gabriel en mi imaginación— acariciaron aquellos pezones como púas hasta ahora desconocidos para mí. Mi estómago se encogió y mi espalda se arqueó. Las manos bajaron lentamente recorriendo mi vientre, haciéndome sentir un tacto que no era el mío. Entendí entonces a aquellos que pasan a la historia como locos porque su imaginación toma el control de sus actos, creyéndose vivir vidas que no son las suyas, y aventuras sin salir de su casa. En aquel momento, mi fuego interno dominaba mis actos y una nueva imaginación me ponía delante una realidad tan real que me hizo estremecer.
Las manos, libres de mi particular juicio, separaron sus propios movimientos, dirigiéndose por separado a un pecho una y a mi pubis la otra. Recorrían mi cuerpo con lentitud y en silencio, conocedoras —eso sí— de cada poro de mi piel, cada punto sensible que activaba una reacción en mí.
«¿Quién os ha enseñado eso?», me pregunté mientras jadeaba con el corazón acelerado.
La mano que estaba sobre mi pubis jugueteó con mi vello, mientras la otra seguía acariciando mis pechos. Ésta, con vida propia, alternaba las yemas de los dedos recorriendo mis senos con pequeños agarrones que me sorprendían y sacaban de mi abstracción dando respingones sobre aquel lecho que hasta hacía un rato había estado muerto.
Cuando la otra inició su bajada hasta aquella mi cueva oscura y mis piernas se abrieron instintivamente para recibir su presencia en el interior, un estruendo me sacó de aquella realidad paralela en la que estaba. La ventana de la habitación se cerró de repente, fruto del aire que se había levantado fuera. Yo, sin embargo, yacía allí con un calor indescriptible y la vergüenza de haber sido manipulada por mi propio cuerpo como una marioneta sin vida propia.
Me acordé entonces de José, mi marido, y pude oír cómo recogía sus materiales de la puerta de casa. No había escuchado el momento en el que se había levantado para ponerse a trabajar con la madera, ni todo el tiempo que la ventana había estado abierta me había percatado de su presencia en el exterior. Me dije, entonces casi convencida de ello, que todo había sido un extraño sueño, y que ningún arcángel con cuerpo esculpido por los dioses había aparecido en nuestra habitación para anunciarme la visita de un Espíritu Santo con un poder que me cubriría con su sombra.
Atraída por esa idea e intentando borrar de mi mente los actos impuros que acababa de perpetrar en el cuarto que habitaba con mi marido, me levanté de la cama y me dirigí a la sala. En la puerta, José —siempre atento a los detalles que a cualquier mujer le compensarían el hecho de que aún no la hubiera desposado— había dejado la palangana con agua para mi aseo matutino. Aunque algo más fresca —mi cuerpo lo agradeció— de lo habitual debido al retraso en mi despertar, aprecié el gesto de mi marido, al que oí trastear en la cocina.
—Buenos días, María, ¿cómo has amanecido? Cuando salí de la alcoba dormías plácidamente y no quise molestarte. —Sonreía como solo una buena persona puede hacerlo, con el corazón.
—Querido José —me acerqué para darle un cándido beso en la boca pero a mitad de camino lo cambié por uno en la mejilla. Había una parte de mí que, a pesar de haberme aseado como cada día, se sentía aún sucia. —Gracias. He descansado bien. De hecho no te oí dejar la habitación, estaba sumida en un profundo sueño. Espero que tú hayas pasado una buena noche también. Ahora mismo preparo el desayuno, que se hace tarde para la jornada.
Así fue. Desayunamos con poca conversación entre sorbo y sorbo y cada uno marchó a sus labores diarias. José a la parte de fuera, donde tenía su espacio de trabajo —que aún no podía llamarse carpintería—, y yo a arreglar la casa y cocinar. Pasé todo el día sorprendida de esa María que, en la mañana, había tomado las riendas de mi ser y había recorrido con sus manos nuestro propio cuerpo, como si fuera otra persona. Como si fuera aquel ser del paraíso.
Al llegar la noche, esa misma María me arrebató el control y cuando José se metió en la cama se acercó melosa y le acarició la barba. Él, sorprendido, pareció incomodarse durante unos segundos, carraspeó y se giró de lado para mirarme. Nos besamos, y aunque aquel beso no desató en mí aquel calor interno ni deseo incontrolable que había sentido esa misma mañana, al menos prendió por primera vez la llama marital que había estado apagada desde que nos casamos. Enseguida el miembro de José tomó forma y yo dirigí mi mano a él; pero antes de que pudiera sentir su calor en torno a mi palma, José dio un respingo y se giró por completo.
Así quedó aquel primer intento de sellar nuestro matrimonio, y enterradas quedaron por unos días mis ganas de descubrir aquello que palpitaba en mi interior cuando, sin saberlo, algo se encendía dentro de mí. «Así, ¿cómo voy a quedar embarazada alguna vez?, ¿cómo voy a saber qué se siente siendo una mujer que hace feliz a su marido en la cama?», me cuestioné antes de quedarme dormida.
Unos días más tarde, sin embargo, habría de perder el control por completo cuando se desveló ante mí, nuevamente frente a mi lecho, el arcángel Gabriel. Mi instinto maternal en aquel momento desapareció por completo. Sin embargo, ojiplática, mi corazón enseguida se disparó y un nudo en mi garganta me impidió articular palabra. De nuevo sentí un deseo voraz dentro de mí.
El angelical ser, con un torso y unas piernas que invitaban a pedir las llaves del infierno para arder de placer, fue directo en sus palabras, haciendo que mi deseo se convirtiera en incertidumbre:
—María, no temas, porque vas a hallar gracia delante de Dios. Y concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, y su reino no tendrá fin. —Y alzó el vuelo saliendo de nuevo por la ventana.
«¿Significa esto que voy a concebir un hijo? ¿Acaso José y yo vamos a sellar pronto nuestro matrimonio?» cuestioné en mi mente, esperando que alguien respondiera a mis preguntas. Pero aunque Gabriel hubiera reaparecido en mi habitación con respuestas nada me hubiera gustado más como que hubiese sido el propio José, con sus actos, quien lo hubiera aclarado. Yo quería un hijo suyo. Necesitaba crear una familia con él, como estaba de ser entre dos personas en santo matrimonio. Anhelaba despertar en él lo que Gabriel había suscitado en mí —impura yo por desearlo y por haberlo sentido sin José—, y me propuse hacérselo saber, pero ¿cómo?, si era inmoral mostrar a un hombre —incluido el esposo— qué deseos carnales tiene una mujer por satisfacer. Yo quería ser madre, pero también explorar mi cuerpo, el de José, intimar con mi esposo por placer además de por concebir un hijo y dar a luz a un ser bondadoso para el mundo.
Lee la segunda parte —y final— de este no poco controvertido relato erótico:
De la pradera … jaaaarrrlll
Me encanta, ya lo sabes! 🤩