Setecientos treinta días y catorce meses
Este relato erótico fue publicado en la antología «Sinfonía de cuerpos», de la editorial Palabra Herida. Jennifer McNamara, desde Ciudad de México, lo locuta a las mil maravillas para vuestro deleite.
—María… Carlos ha tenido un accidente.
Unos segundos antes de coger mi móvil, desde la soledad de mi escritorio frente a una de las muchas páginas en blanco que empezaba cada jornada, había sonreído al pensar en él. Era 10 de abril y cumplíamos dos años. Dos años que habían pasado volando; pero aquella llamada estaba a punto de cambiar mi mundo sin previo aviso, y las habituales risas que acompañaban nuestros días pasarían a ser cosa del pasado.
—…Eh… ¿Cómo, qué?… ¿Está bien? —Escuché mi voz como si saliera de una tumba cargando con un cuerpo sin vida.
La madre de Carlos, al otro lado del teléfono, intentaba parecer tranquila; pero su voz se resquebrajó cuando empezó a contarme lo sucedido.
Aquella mañana, aunque era día de escuela —como solíamos decir cuando se nos hacía tarde entre semana viendo la tele o, simplemente, contándonos el día apretujados en el sofá—, nos despertamos antes de lo habitual. Remoloneamos en la cama como si fuera domingo e hicimos el amor con el estómago vacío. Nos devoramos con el hambre matutino de dos jóvenes que vuelven de nadar antes de ir a la universidad; solo que nosotros ya rozábamos la cuarentena y por lo general hacíamos poco deporte. El sexo era, sin duda, una de nuestras mayores fuentes de actividad física.
Recordé entonces cómo se había alzado en la mañana el mástil de Carlos, ondeando una bandera imaginaría que me rozó por detrás mientras yo aún dormía. No necesité mucho más, pues el simple roce de Carlos me encendía por fuera, pero sobre todo, por dentro. Sus caricias por todo mi cuerpo, su lengua recorriendo mi piel, su boca besando mi cuello, aquellas manos agarrando mis nalgas con pasión… Me di la vuelta sonriendo aún medio dormida y él, con los ojos bien abiertos, me arrimó a su cuerpo con un solo movimiento. Sentí entonces esa llama que prendía el fuego entre nosotros, sin más esfuerzos que acercarnos el uno al otro.
No nos besamos, solo nos miramos y cada uno llevó sus manos a su sitio; Carlos me acarició el pubis lentamente y, sonriéndome, introdujo sus dedos con mucho cuidado. Yo cerré los ojos como para darles la bienvenida y me agarré a su espalda. Mientras él descubría la vida en el interior de mi cueva, yo recorrí su espalda con las yemas de una mano y le magreé el pectoral, una de las partes de su cuerpo que más me gustaban. Terso y definido, con una fuerza interior que bombeaba su corazón y me mostraba la intensidad que le recorría por dentro.
Setecientos treinta días después de conocernos e infinidad de encuentros sexuales entre nosotros, aquella mañana no hicieron falta grandes movimientos ni besos húmedos para llegar al clímax. Simplemente nos tocamos el uno al otro con bruscos cambios de ritmo alternados con la lentitud necesaria para erizar la piel, y nos dejamos llevar sin dejar de mirarnos.
Casi húmeda al recordar nuestro encuentro me di cuenta de que estaba evitando enfrentar la realidad. Lara, la madre de Carlos, sollozaba al teléfono sin recibir consuelo —ni atención— por mi parte.
—Por lo visto, un coche apareció en un cruce a toda velocidad sin ver la moto de Carlos —decía entre lágrimas e intentos de tomar aire para no entrar en colapso—. Carlos intentó evitar el golpe pero el otro conductor iba muy deprisa. Los médicos dicen que tiene un traumatismo bastante severo, sigue inconsciente y con una herida abierta en la cabeza. Ay, María, mi niño… mi niño. Dicen que podría no volver a andar.
Y entonces oí una explosión en mi cabeza, como reproduciendo el golpe que había tenido que sufrir Carlos.
No recuerdo nada más hasta pasadas unas horas. Cuando desperté, estaba recostada en uno de esos sillones diseñados específicamente para destrozar la espalda —y el ánimo— de quienes tienen que acompañar a enfermos en una habitación de hospital. Al lado, postrado en la cama, yacía el cuerpo lleno de heridas, escayolas y tubos de quien por la mañana me había recorrido el cuerpo a base de besos y caricias.
Dormía, como solía hacerlo los fines de semana cuando no teníamos que madrugar. Yo volví a recordar estar en la cama juntos, pegada a su cuerpo desnudo desprendiendo calor. Calor que, tras suaves caricias y toqueteos, se convertía en fuego y daba paso a un intercambio de llamas que solo se apagaban con ambos exhaustos y jadeantes sudando sobre las sábanas.
Es curioso cómo funciona la mente humana en momentos de gran impacto emocional. Ésta decide libremente activar el mecanismo que mejor le ayude a sobrellevar la situación, evitarla o, incluso, reinventar la realidad.
En mi caso, una parte de mí era consciente —desde una lejanía de la que me parecía imposible volver— de que estaba recreando momentos sexuales con Carlos para no afrontar la verdad: tener que verlo en esas condiciones.
No fueron aquellos nanosegundos de lucidez reconociendo que aquel sistema mental estaba jugando conmigo y alejándome de vivir junto a él lo que estaba sucediendo los que me sacaron de aquel ensoñamiento sexual, sino el pitido de una de las máquinas a las que tenían conectado a Carlos.
—¡Por favor, apártese, señorita! ¡Salga de la habitación y déjenos espacio para trabajar! ¡Esto es una urgencia! —Oí voces a mi alrededor y enfermeras poniéndose delante de mí. Yo inmóvil, estallé en llanto.
Por mi mente volvieron a pasar miles de imágenes sin parar, pero esta vez no eran sexuales si no de los dos últimos años con Carlos. De nuestras primeras citas, de aquellos nervios y risas tontas sin saber hacía dónde nos llevarían aquellas cenas y desayunos; de nuestros viajes por Florencia, Burgos, Valencia, Córdoba, Málaga; de nuestros sueños por cumplir dibujados y escritos en servilletas de papel en baretos de Malasaña. Todo aquello recorría mi mente mientras el miedo de no volver a escuchar la voz de Carlos, ni sentir sus besos ni su cuerpo dentro del mío se hacía cada vez más real.
Cuando me sacaron de la habitación con amables empujones recaí en la presencia de los padres de Carlos y su hermana. Me di cuenta entonces de que estaba gritando como una loca y llorando como si hubieran abierto las compuertas de un pantano a punto de perder el agua acumulada de tormentas torrenciales. Y es que aquella tormenta que se había desatado cuando aquél coche chocó contra la moto —y el cuerpo— de Carlos, era una realidad. Quisiera yo enfrentarla o no.
***
Tardamos catorce meses en recuperar algunas de aquellas sonrisas que nos acompañaban cada día. Aunque Carlos mejoró la movilidad en sus manos, la primera previsión de los médicos de que podría no volver a andar se cumplió. Fue un tiempo durísimo en el que nos olvidamos de nosotros como pareja.
No fue fácil asimilar que no solo no volvería a caminar sino que la paraplejía le impediría sentir toda la parte inferior de su cuerpo.
Él, incapaz de andar y sentir sus partes bajas; yo, de escribir una palabra en todos esos meses, siquiera para expresar en mi diario cómo me sentía. Incumplí mi contrato con la editorial y me quedé sin ingresos. Su familia tuvo que apoyarnos económicamente y la desgana y la crispación se adueñaron de nuestra casa. Aquella relación de risas, amor, sexo y complicidad que habíamos construído durante dos años se había derrumbado a pedazos, y yo no veía la forma de levantar los cimientos.
Pero un día, casi con la esperanza perdida por completo, cuando una amiga me preguntó por qué no buscaba ayuda, la bombilla se me encendió. Con la situación económica que tenía, la opción era inviable, pero, en momentos de desesperación, la mente también es capaz de buscar soluciones creativas que nos ayuden a ver otras salidas. Decidí investigar sobre las relaciones de pareja con personas con paraplejía y cómo mejorar el sexo y la relación sexual cuando el hombre no siente de piernas para abajo. El objetivo no era solo aprender de todo ello sino escribir después un ensayo o una serie de artículos que pudiera vender a algunas publicaciones.
Pasé dos meses a jornada completa leyendo, entrevistando parejas, personas que habían pasado por ello, sexólogos y terapeutas. Durante ese tiempo, fueron mi ánimo y autoestima al ir asimilando mejor la situación los que más lo agradecieron. Y eso tuvo un impacto positivo también en Carlos, y en nuestra relación.
Volvimos a compartir conversaciones, silencios y, poco a poco, también sonrisas. El tema sexo, sin embargo, continuaba estando debajo del sofá junto a esas pelusas que se esconden en toda casa para que no salgan a la luz y se hagan incómodas al verlas por la casa. Un día me levanté y sentí que había recobrado mi seguridad, el ánimo y, sobre todo, la esperanza de que nuestra relación —a diferencia de su situación— pudiera retomar el paso firme que nos había acompañado durante los primeros dos años y nos había sostenido incluso cuando nosotros dejamos de creer.
Una tarde de domingo, después de compartir una paella y una botella de vino —la primera juntos desde el accidente— le dije:
—Carlos, la situación ha cambiado, pero nosotros no tenemos por qué hacerlo. Nuestros cuerpos se echan de menos, y si vamos a seguir juntos, cuanto antes descubramos una manera de que ellos hablen, mejor. —Mi tono de voz era tranquilo, calmado, suave. No quería presionarlo, pero sí mostrarle mi posicionamiento.
Él, para mi sorpresa, movió su mano buscando la mía y sonrió.
No hizo falta más. Aquella sonrisa fue una puerta abierta a nuestro reencuentro, un reencuentro diferente, en el que uno de ellos había perdido la sensibilidad en su miembro viril pero que era lo suficiente hombre como para buscar otras formas de sentir, y de dar placer a su pareja. Carlos me demostró que solo había estado esperando a que yo estuviera preparada para aquel encuentro en el que ya no seríamos tres sino dos, solo nosotros.
Nos besamos como nunca antes nos habíamos besado; como si durante aquel tiempo se hubiera estado cocinando a fuego lento un cocktail de ternura, amor y pasión a partes iguales sin necesidad de agitarse más. Nos bebimos las bocas a sorbos, recorrí su cuerpo a besos y saboreé cada poro de su piel, que seguía siendo la misma ardiente y salada que mi lengua conocía. Pasé mis mejillas por su boca. Dejé que mis pechos reposasen sobre sus labios, y sentí que mis manos habían sido creadas para convertirse en los hilos que movieran las suyas sobre mi cuerpo.
Aquella tarde descubrimos que se puede perder al miembro viril de la relación y, sin embargo, ésta convertirse en uno solo, unidos por el deseo de seguir sintiéndonos hasta el final.
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Guau! Sin duda una versión mejorada de tu relato! Qué bien suena amiga y qué voz tan bonita da vida al mismo! Un acierto! Enhorabuena una vez más!
Excelente querida Cristina, retomo mis actividades con el inicio del año, dejas un sabor tan agradable con solo leer unas líneas del relato, que continuas agrandándote en mí nómina de buenas escritoras, me has hecho recorrer los espacios Inter vertébrales de esos cuerpos encendidos y desde luego dejas una excelente luz, para seres humanos a los una desgracia similar a la que describes, puede apagar sus esperanzas y tú les das un norte. Gracias y siempre adelante. Un beso.