Un cuento por Navidad
Rescato este cuento que escribí en las navidades de 2020, un poco después de la muerte de Carlos Ruiz Zafón, como homenaje no solo a él sino a otros escritores y a la humildad de los que empezamos
—Abuelo, he terminado otro manual para escribir superventas en pocos meses. Con los consejos de estos libros, a los dieciocho viviré de ello sin esforzarme demasiado. ¿No es una pasada? —preguntó Carlos sin esperar respuesta sobre lo que él pensaba era la fórmula mágica para convertirse en escritor famoso.
—Ay, niño, no sé cuántas veces te he dicho que da igual las historias que armes en tu cabeza si no las plasmas en el papel. No eres perseverante —le dijo su abuelo con más sabiduría que todos los manuales de escritura que el joven leía.
—¡No seas pesado! Te digo que ya tengo los pasos que necesito. Pienso vender muchos libros y ser famoso. ¡No lo dudes! —sentenció el nieto sin haberse sentado a escribir más de dos páginas seguidas en su vida.
—Menos soñar despierto y más ponerte a trabajar —replicó su abuelo haciendo aspavientos con las manos.
El hombre estaba cansado de llevar meses escuchando la misma cantinela mientras veía a su nieto vaguear y vender la piel de un oso al que aún no se había atrevido a enfrentar.
—Si lo que de verdad quieres es escribir, escribe todos los días. ¡Si ni siquiera lees a los clásicos! —retomó la palabra al aire, aunque ni miró a su nieto.
—¡Déjate de rollos ya, abuelo! —dijo este alzando la voz. —¡No pienso ser como esos que escriben ocho horas al día. ¡Ni de broma! Prefiero leer los manuales y aplicar las claves. ¡Para qué necesito más!.
Carlos zanjó la conversación dando la espalda a su abuelo y dejándole con la palabra en la boca.
Cumpliendo con la tradición familiar de que todos escribieran una carta a Papa Noél, en aquellos días sin verse el abuelo escribió la suya con un único deseo: que su nieto terminase por fin una historia. El texto más largo que Carlos había escrito había sido esa carta en la que pedía ser un escritor famoso antes de los dieciocho. Cuando supo el deseo de su abuelo aquellas navidades, se convenció de que tenía tiempo de sobra para escribir una historia para su abuelo.
Durante las semanas previas se sentó media hora delante del papel en blanco; pero la historia quedaba en su cabeza y las frases no aterrizaban en el folio.
Se despertó nervioso en Nochebuena con un cuento sin empezar; pero aún pensando que antes de la cena lo terminaría de escribir. Sin querer dudar de sí mismo, pero consciente de que no tenía ni el hábito ni la perseverancia necesaria, se dijo muy bajito:
«Por favor, tengo que hacerlo».
Cuando salió de su habitación le extrañó no oír ni a su madre ni a su hermana, aunque como era aún temprano, pensó que seguirían durmiendo.
Fue al salón y, ojiplático, encontró a varios hombres sentados alrededor de la mesa de madera. Olía a café recién hecho. Tenían un halo antiguo, como sacados de una película en blanco y negro.
«Pero ¡qué es esto, quiénes son estos tipos!», pensó, encogiéndose del susto y lanzando un «ay» en voz alta.
Todos se giraron. El primero en hablar fue uno al que le faltaba la mano izquierda.
—Pasa y siéntate, Carlos. —Le invitó a la mesa con la otra—. Disculpa el allanamiento. Permíteme presentarme: Miguel de Cervantes, para servir. Estarás extrañado de encontrar aquí a estos servidores tomando café en tu casa. Un honor que me acompañen hoy —dijo el hombre con un largo y afilado bigote cayéndole sobre una cuidada barba que le afinaba el mentón. Señalando a sus compañeros les presentó. —tus tocayos Charles Dickens, Charles Bukowski y nuestro último miembro: Carlos Ruíz Zafón. Únete por favor, necesitamos hablarte con sinceridad.
El joven no cabía en su asombro. Recordaba haber leído obligado una parte de El Quijote y algo de Dickens; sin embargo, sabía poco de estos escritores tan alejados de los manuales cargados de marketing sobre cómo publicar novelas y vivir de escribir sin esfuerzo que leía habitualmente.
—Estamos hasta los cojones de niñatos como tú, Carlitos —soltó con desprecio y sin miramientos Bukowski—. Es hora de que te pongas a trabajar si quieres ser escritor. Para empezar, no hemos leído nada tuyo: ni bueno ni malo ¡porque no escribes nada!
—Querido Charles, no te enciendas —Dickens medió con mejores formas, mirando con buenos ojos al joven—. Su pasión le llevó lejos, pero sus formas siguen sin ser aceptables. No se lo tengas en cuenta. Joven, nunca escribirá nada si no lee a quienes hemos batallado antes esta guerra en la que no hay victoria sin trabajo duro. Tendrá que abrir heridas en las que no se atrevería a hurgar de otro modo. Sea humilde para reconocer que, de las mil palabras que escriba, novecientas no valdrán más que para tener otro comienzo por donde empezar.
—Pero...—quiso replicar el joven cuando Ruíz Zafón le interrumpió.
—No hay peros que valgan cuando se trata de escribir, Carlos. Solo sirve escribir sin esperar nada, contar historias que deben ser contadas porque así lo sientes; pero sin buscar el éxito. Sé como el viejo humilde que es lo suficientemente sabio como para saber que las grandes batallas se recuerdan así con el paso de los años. Siéntate y escribe para ti; o no escribas.
Los cuatro se miraron, brindaron con sus tazas y se esfumaron con el humo caliente que salía del café. Carlos, medio mareado y solo en un salón que parecía otro, sintió una vergüenza hasta entonces desconocida. Pasó el resto del día en su habitación, batallando frente al papel hasta la cena, pero no escribió ni una frase.
Cuando llegó la hora de los regalos, su abuelo le entregó una caja. Al abrirla, encontró cuatro libros: Don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes; Grandes esperanzas, de Charles Dickens; Cartero, de Charles Bukowski, y La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón.
En una tarjeta leyó:
«La lectura, la humildad y la perseverancia te acompañarán en tu camino, y estos serán unos buenos compañeros. Empieza por conocerlos”.
Cabizbajo, su nieto le entregó un papel en blanco. Sorprendido, su abuelo le preguntó por el cuento. Carlos contestó:
—Deseaba escribirte un cuento pero, de una manera muy extraña, he aprendido que tengo que empezar por desear menos y hacer más. Aún tengo trescientos sesenta y cinco días para escribirte uno para las próximas Navidades, abuelo.
Feliz Navidad y todas esas cosas que se dicen en estas fechas 🎄
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Buenaaaa a escribir a escribir
Muy adecuado en estos tiempos que hay tres mil maneras de ejercer la escritura de manera fácil cuando eso no se puede. ¡Muy lindo!